
A los setenta y cuatro años,
un joven, sin saber, me llamó ,“Viejo”,
como quien lanza un insulto,
sin pensar en el peso de su palabra.
No me ofendió la etiqueta,
sino la soberbia que la envolvía,
como si el tiempo fuera un dios,
y él, un eterno guerrero, nunca vencido.
¿Viejo? Sí, con orgullo lo llevo,
pues ser viejo es un privilegio,
una medalla de batallas vividas,
un testimonio del camino recorrido.
He caído y he aprendido a levantarme,
reído hasta que mis ojos se nublaban,
llorado hasta secar mis penas,
amado, perdido, y aún… amado.
Tú, que ves en mi vida un fracaso,
dime, ¿acaso ser joven es un mérito?
Es solo un accidente del calendario,
un susurro fugaz del tiempo.
Ser viejo es un logro indiscutible,
es resistir tempestades, abrazar soledades,
bailar con la tristeza, y tras cada paso,
volver a sonreír, con el alma llena.
He sabido cuándo hablar y cuándo callar,
cuándo quedarme y cuándo partir,
mi experiencia es un faro luminoso
que tal vez no comprendas, muchacho.
Porque, como me ves, te verás,
si la suerte te sonríe en el viaje,
y si no, muchos quedan en el camino,
perdiendo el eco de la vida.
Yo fui joven, ingenuo y confiado,
creí que el tiempo era un amigo fiel,
pero tú aún no sabes si alcanzarás
las arrugas que dan paz y serenidad.
Así que, sigue tu rumbo, sin temor,
y aprende que llamarme viejo
no es un insulto, sino una insignia,
la dignidad que en el tiempo florece.
Y algún día, quizás, lo entenderás,
cuando el reloj marque horas de sabiduría,
y descubras que la juventud se despide,
mientras la esencia del ser permanece.
J. Plou
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