Al terminar la tarde de aquel día,
cuando ya tenía que marcharme,
tuve una congoja al despedirme,
lo que me hizo saber que te quería.
Tu alma, sin comprenderlo, ya sabía...
Con tu rubor me iluminé al hablarte
y al separarnos te pusiste aparte
del grupo, algo apocada todavía.
Fue un silencio nuestra sorpresa;
pues ya la plenitud de la promesa
nos infundía un júbilo tan blando,
que nuestros labios suspiraron...
Y mi alma se estremecía,
como si se estuviera deshojando.
J. Plou
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